Un llamamiento al arrepentimiento

 

Un llamamiento al arrepentimiento.

“El que oculta sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y se aparta de ellos alcanzará misericordia” Proverbios 28:13.

Con el paso del tiempo ha habido una palabra que ha ido desapareciendo casi por completo de la predicación y de la vida de muchos creyentes. Esa es “arrepentimiento”. ¿Por qué no nos gusta oír esta palabra? Básicamente, cuando escuchamos la palabra “arrepentimiento” implica que somos responsables de lo que hacemos.

Sin embargo, si hubiéramos estado junto al Jordán, escuchando a Juan el Bautista, nos habríamos dado cuenta de que su llamamiento era un llamamiento al arrepentimiento. Juan no era ni fue el único en llamar al arrepentimiento. Jesús mismo comenzó su ministerio llamando al arrepentimiento: “Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: “¡Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado!” (Mateo 4:17). Y ahí no acabó el llamamiento. En Pentecostés, después de que el Espíritu Santo descendiera sobre los discípulos, Pedro predicó: “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38). “Así que, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:19). Debemos tener en cuenta que el arrepentimiento es una condición indispensable para recibir al Espíritu Santo en nosotros, “porque el deseo de la carne es contra el Espíritu” (Gálatas 5:17).

Más tarde aún, al final de la Edad Media, Dios hizo que un fraile se levantara como líder de la Reforma protestante; ese hombre fue Martín Lutero. Con el fin de pagar la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, el papa León X encargó a Johann Tetzel, un sacerdote, que vendiera indulgencias plenarias a la gente. Estas indulgencias concedían al pueblo, o la persona que lo adquiría, completo perdón de sus pecados. Cuando, más tarde, los que las habían adquirido acudían a confesarse, presentaban la indulgencia y alegaban que ya no necesitaban arrepentirse de sus pecados. Inclusive, con esta indulgencia, la gente llegaba a justificar sus malos actos y los cometía una y otra vez sin fin, alegando que gracias a esto sus pecados eran perdonados automáticamente después de cometerlos inclusive sin arrepentirse ni confesarlos a Dios, o ante un sacerdote. Por esa razón, el 31 de octubre de 1517 Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, en Alemania.

Las tres primeras tesis de Lutero hablan explícitamente de la cuestión del arrepentimiento:

  1. Nuestro Señor y Maestro, Jesucristo, […] quiso que toda la vida de los creyentes fuera penitencia.
  2. Esta palabra no puede ser entendida en el sentido de la penitencia sacramental; es decir, la confesión y la satisfacción, que es administrada por los sacerdotes.
  3. Sin embargo, el vocablo no apunta solamente a una penitencia interior; antes bien, una penitencia interna es nula si no obra exteriormente diversas modificaciones de la carne.

Desde ese momento, gran cantidad de devotos de la iglesia romana dejaron de utilizar las indulgencias para justificar sus faltas, ya que gracias a estas tesis habían encontrado luz acerca de ello. Comprendieron que al único que debemos confesar nuestros pecados es a Dios, quien es el único que puede limpiarnos, y que además de ello, el arrepentimiento genuino interno conlleva a hacer cambios externos, en la carne.

Así es, puede que te sorprenda, pero no todo lo que se llama “arrepentimiento” es genuino. Hay arrepentimiento genuino y falso arrepentimiento.

Te pondré un ejemplo de falso arrepentimiento; lo llamaremos “arrepentimiento pasajero o temporal”. El apóstol Pablo fue llevado ante el gobernador Félix. “Pero al disertar Pablo acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, Félix se espantó y dijo: ‘Ahora vete, y cuando tenga oportunidad, te llamaré’” (Hecho 24:25). El gobernador estaba profundamente convencido, pero su arrepentimiento era pasajero. Básicamente estaba diciendo: “Ya hablaremos más tarde, y, si te he visto, no me acuerdo”. Generalmente este tipo de arrepentimiento solo surge por miedo a las consecuencias que traerá el pecado al final de los tiempos. Cuando se escucha que vendrá destrucción repentina sobre los impíos su corazón se llena de temor, pero cuando se olvidan de ello, su sentido de arrepentimiento se apaga.

Otro ejemplo de falso arrepentimiento es el “casi arrepentimiento”. El rey Agripa y su esposa habían oído hablar de Pablo. Agripa era judío y estaba ansioso de escuchar personalmente al hombre de quien tanto había escuchado. “Pablo relató la historia de su conversión desde su empecinada incredulidad hasta que aceptó la fe de Jesús de Nazaret como el Redentor del mundo. Describió la visión celestial que al principio lo había llenado de indescriptible temor, pero que después resultó ser una fuente de mayor consuelo: una revelación de la gloria divina, en medio de la cual estaba entronizado Aquel a quien él había despreciado y aborrecido, cuyos seguidores estaba tratando de destruir. Desde aquella hora Pablo había sido un nuevo hombre, un sincero y ferviente creyente en Jesús, gracias a la misericordia transformadora” (Los hechos de los apóstoles, cap. 41, p. 323).

Cuando Pablo terminó su relato, el rey le dijo: “Por poco me persuades a hacerme cristiano” (Hechos 26:28).

Así como estos tipos de falsos arrepentimientos existen muchos más tipos que impiden que nuestros pecados sean perdonados, debido a que nuestro arrepentimiento no es genuino.

Existe un caso más en el cual podemos estar cayendo muchas veces sin darnos cuenta, que también trunca nuestro arrepentimiento genuino.

Supongamos que tú y yo en este momento pudiéramos hablar con David sobre su adulterio con Betsabé. Según la forma de pensar actual lo más probable es que nos contestara: “Sencillamente, no pude evitarlo, era tan bella… ¿Por qué tuvo que bañarse al aire libre? Tenía que haber supuesto que alguien la podía ver. Sé que no debí matar a Urías, su esposo, pero no podía permitir que se enterara de la relación que yo mantenía con ella. Supongo que me dejé dominar por el pánico”.

Excusas, buscar culpables externos a nosotros mismos, quienes somos los verdaderos culpables. Fue lo que pasó en el Edén cuando Adán y Eva cayeron en pecado. Adán culpó a Eva al decir: “La mujer que me diste por compañera…” (Génesis 3:12). Eva culpó a la serpiente al decir: “La serpiente me engañó…” (Génesis 3:13). Y ambos culpaban a Dios. En el sentido de sus expresiones también culpaban a Dios porque era él quien había creado todas las cosas. Cuando cometemos errores siempre buscamos culpables y no reconocemos nuestras faltas.

Jesús no dijo: “Bienaventurados los que se excusan por sus pecados”, sino: “Bienaventurados los que lloran por sus pecados”. Y en la Biblia podemos encontrar que David no buscó excusas por lo que hizo. En el Salmo 51 se lamentó profundamente por su pecado: “Ten piedad de mí, Dios… borra mis rebeliones. ¡Lávame más y más de mi maldad y límpiame de mi pecado!, porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí” (versículos 1-3).
¿Te imaginas al hijo pródigo largándole todo este discurso a su padre? Pudo haber culpado a su hermano por sus constantes burlas hacia él, diciéndole que jamás haría nada tan bien como él. Pudo haber culpado a su mismo padre por no ser justo con él y no darse cuenta de las necesidades emocionales que tenía y no haberlas suplido a tiempo. Sin embargo, en lugar de culpar a otros, mientras estaba sentado con los cerdos, el joven decidió que iría a casa y diría a su padre: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lucas 15: 18, 19).

Tendemos a culpar a otros por nuestros errores. Pero la Biblia dice: “El que oculta sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y se aparta de ellos alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13).

Si te sientes víctima de algún ejemplo que estudiamos acerca del falso arrepentimiento, o constantemente buscas excusas para justificar tus malos actos, pide la ayuda de Dios. Si realmente deseas ese cambio en tu corazón, Dios mandará a su Espíritu para que quite todo el mal que abunda en ti y entonces comience a trabajar en esa transformación que tanto anhelas. No desistas. Recuerda este verso: “¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” (Gálatas 3:3). La solución de los problemas que podemos tener con los demás, comienza en resolver los problemas de forma individual, y el único que puede ayudarnos es el Espíritu Santo.

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