El poder del ejemplo.
“Muéstrate en todo por ejemplo de buenas obras. Que vean en tu enseñanza integridad, dignidad,” Tito 2:7.
Hace más de un siglo andaba por las selvas africanas Henry Morton Stanley (1841-1904) buscando a David Livingstone (1813-1873), que se creía estaba perdido. Stanley lo encontró y vivió con el misionero durante cuatro meses, debajo de la misma tienda.
Al despedirse, Stanley escribió a Inglaterra: “Livingstone compartió conmigo su tienda durante cuatro meses y cuatro días… y no descubrí en él nada digno de censura. Cada día que pasaba en su presencia, más crecía mi admiración por él”.
Más tarde dijo: “Cuando en 1871 encontré a Livingstone, yo era todavía un ateo convicto. Pero allá, en el interior del África silenciosa, tuve mucha oportunidad de pensar sobre el asunto. Vi ante mí a un hombre solitario, y me preguntaba a mí mismo: ‘Pero, al final de cuentas, ¿qué fuerza motiva a este hombre?’ Durante meses oía y admiraba al anciano que cumplía lo que dice la Biblia: ‘Renuncia a ti mismo y sígueme’. Poco a poco, su gran amor por los otros me contagió, y se despertó en mí el amor al prójimo. Yo veía su pureza, su afabilidad, su fervor, su sinceridad y la calma con que realizaba sus tareas, y entonces me convertí; no por sus palabras, sino por la fuerza de su ejemplo”.
Stanley, el escéptico irreverente, fue llevado a Cristo no por la predicación que oyó de Livingstone, sino por los mensajes que vio en la vida del abnegado misionero. ¡El poder del ejemplo!
Cierta señora que durante doce años había sufrido una atroz enfermedad, después de gastar todos sus haberes en médicos y remedios, oyó hablar del Nazareno, fue por detrás y, tocándole la punta del manto, enseguida se sintió curada. En el acto, Jesús, dándose cuenta del poder que había salido de él, se volvió a la gente, y preguntó “¿Quién ha tocado mis vestidos?”. Sus discípulos le contestaron: “Estás viendo que la gente te oprime, y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’” Pero él miró alrededor para ver a la que lo había tocado. Entonces la mujer, atemorizada y temblorosa, sabiendo lo que le había sucedido, vino, se postró ante él, y le contó toda la verdad. Y él le dijo: “Hija, tu fe te ha sanado. Ve en paz, y queda sana de tu enfermedad”. (Marcos 5:25-34).
Hay millones de criaturas que sufren los efectos devastadores de los vicios. Pero nosotros, los seguidores de Cristo, somos a veces tan indiferentes que no sale de nosotros ningún poder capaz de ayudar a esas personas que sufren. ¡Cuántas veces se nos acercan pobres criaturas, tocan nuestro corazón, palpan nuestro sentimiento religioso, esperando alguna virtud, pero todo en vano, porque el ejemplo de nuestra vida no las lleva a Dios!
Que Dios nos conceda fuerzas para que demos hoy un valioso testimonio de nuestra fe.