Vosotros sois la sal.
“Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno” Colosenses 4:6.
Hace un tiempo atrás leí algo acerca de la expedición terrestre que realizaron Lewis y Clark entre los años 1804 y 1806 de ida y vuelta a la costa del océano Pacífico, la primera en el territorio de los Estados Unidos de América. Cuando, finalmente, la expedición llegó al océano Pacífico, descubrieron que casi se habían agotado las reservas de sal. En la desembocadura del río Columbia no había barcos que pudieran proporcionarles sal para el camino de regreso a casa. ¿Qué podían hacer en esa situación? Sabían que, para regresar, tendrían que caminar. También sabían que no podían regresar sin sal. Así que se vieron obligados a pasar la mayor parte del invierno en aquel lugar evaporando el agua del océano para obtener sal y así poder volver a casa.
Hasta este momento te podrás estar preguntando: pero, ¿para qué necesitaban la sal? Bien. La sal es indispensable para la vida. ¿Cómo? Así es. Los tejidos de nuestro cuerpo contienen alrededor de un cuarto de kilo de sal. Regula el contenido de agua que nuestras células, a la vez que interviene en la contracción de los músculos al realizar cualquier movimiento o ejercicio, los impulsos nerviosos e inclusive los latidos del corazón. Sin esta vital sustancia como lo es la sal, padeceríamos de constantes convulsiones e incluso podríamos llegar a morir (National Greographic Magazine, septiembre de 1977, p. 381).
¿Conocías estos importantes beneficios de la sal?
Ahora ya conoces por qué Lewis y Clark necesitaban sal para regresar a casa caminando, pero, ¿qué enseñanza nos deja todo esto?
Así como ahora conoces la esencialidad de la sal para la salud del cuerpo humano, los cristianos somos esenciales para la vida espiritual del mundo que nos rodea. Todo comienza a tener sentido, ¿no es así?
Al conocer los beneficios de la sal en nuestro cuerpo físico, también podemos comprender la comparación de Jesús al decir: “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mateo 5:13). En este mundo, reflejando el carácter y el amor de Jesús en nosotros, proporcionamos vida a las personas que no conocen al Redentor de la raza caída.
El versículo que vimos al principio, de Colosenses 4:6, menciona que nuestra palabra sea siempre “sazonada con sal”.
¿Haz probado alguna vez un guiso sin sazón? Prefieres no comerlo, o tomar un poco de sal y sazonarlo por ti mismo, ¿no es así?
Lo mismo sucede cuando intentamos llevar el mensaje a otras personas, pero no vivimos lo que predicamos; llegan a ser palabras huecas, palabras “sin sazón”, insípidas.
En los versos de un canto, su compositor escribió: “Es precioso orar para que Dios me ilumine y así yo pueda brillar. Quiero que a través de mi vida te puedan encontrar. Aunque no diga ni una palabra, todos vean tu gran amor”.
Muchas veces no nos damos cuenta de la gran responsabilidad que tenemos al decir a los demás que somos cristianos. No nos percatamos de que la manera en que hacemos las cosas en nuestro trabajo, nuestro hogar, inclusive en nuestra vida privada también testifican acerca de Dios.
La hermana Elena G. de White declara: “Nuestras palabras, nuestros actos, nuestra conducta, nuestra manera de vestir, todo debiera predicar. No solo debiéramos hablar con nuestras palabras a la gente, sino que todo lo que tenga que ver con nuestra persona, debiera ser un sermón para ellos, para hacer sobre ellos las impresiones correctas, y para que lleven a sus hogares la verdad hablada. De esta manera nuestra fe, se mantendrá bajo una mejor luz ante la comunidad” (VEUC 197.1).
“Vosotros sois la sal de la tierra”. “Por medio de estas palabras de Cristo logramos tener una idea de lo que significa el valor de la influencia humana. Ha de obrar juntamente con la influencia de Cristo, para elevar donde Cristo eleva, para impartir principios correctos y para detener el progreso de la corrupción del mundo. Debe infundir la gracia que solo Cristo puede impartir. Debe elevar y endulzar las vidas y los caracteres de los demás, mediante el poder de un ejemplo puro unido a una fe ferviente y al amor. El pueblo de Dios ha de ejercer un poder reformador y preservador del mundo. Debe contrarrestar la influencia corruptora y destructora del mal” (La maravillosa gracia de Dios, p. 124).
Quizás te preguntes: ¿cómo puedo llegar a ser la sal de mi entorno?
“Dios abrirá el camino para que sus súbditos lleven a cabo actos abnegados en toda su relación con su prójimo, y en todas sus transacciones comerciales con el mundo. Mediante sus actos de bondad y amor han de manifestar que se oponen a la codicia y al egoísmo, y que representan el reino de los cielos en nuestro mundo. Mediante la abnegación, al sacrificar las ganancias que podrían obtener, evitarán el pecado, para que de acuerdo con las leyes del reino de Dios puedan representar la verdad en toda su belleza” (Cada día con Dios, p. 201).
Al profesar creer y seguir a Jesús debemos ser conscientes de que somos embajadores del reino de Dios en esta tierra, y todo nuestro ser debe ser el reflejo de ello.
“Muchos creen que sería un privilegio visitar los lugares donde Cristo vivió en la tierra, caminar por donde él anduvo, contemplar el lago desde donde le gustaba enseñar, y los valles y colinas que tan frecuentemente contempló; pero no necesitamos ir a Palestina para seguir las huellas de Jesús. Las vamos a encontrar junto al lecho del enfermo, en los tugurios de los pobres, en las atestadas callejuelas de la gran ciudad, y en todo lugar donde haya necesidad.”
“La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (Santiago 1:27).
No cabe duda, y no tenemos excusa. Podemos ser la sal de la tierra en cualquier momento y lugar.
Cada día, antes de comenzar con nuestras labores diarias, pidamos a Dios que llene nuestro ser de su Espíritu, que moldee nuestro carácter a semejanza del carácter de Jesús para poder ser fieles embajadores de su reino en esta tierra y llegar a ser testimonio vivo ante los demás del amor de Dios, y que así podamos ser esa sal sazonadora que el mundo necesita hoy, cumpliendo así la declaración de Jesús: “Vosotros sois la sal de la tierra”. Sazona.