Jesús nos limpiará.
“Y aunque tu principio haya sido pequeño, tu postrer estado será muy grande” Job 8:7.
En la actualidad y en todo el mundo, nos abruman un sinfín de enfermedades físicas. Piensa en la peor de las enfermedades que se conocen hoy en día: lo que piensas es lo que pensaba la gente de los tiempos bíblicos acerca de la lepra.
La hermana Elena de White en “El Deseado de Todas las Gentes” relata: “La lepra era la más temida de todas las enfermedades conocidas en el Oriente. Entre los judíos, era considerada como castigo por el pecado, y por lo tanto se la llamaba el “azote”, “el dedo de Dios”. Profundamente arraigada, imposible de borrar, mortífera, era considerada como un símbolo del pecado. La ley ritual declaraba inmundo al leproso. Como si estuviese ya muerto, era despedido de las habitaciones de los hombres. Cualquier cosa que tocase quedaba inmunda y su aliento contaminaba el aire. El leproso era aislado de su familia, separado de la congregación de Israel, y condenado a asociarse únicamente con aquellos que tenían una aflicción similar. Ni aún los reyes y gobernantes estaban exentos” (DTG., cap. 27, p. 247).
A través de este relato puedes darte cuenta de la gravedad de esta enfermedad, a tal grado que se menciona que se consideraba a esta enfermedad como un castigo divino por algún terrible pecado que hubiera cometido la persona afectada.
En realidad, todas las enfermedades presentes hoy en la tierra son, a la vez, el resultado y símbolo del pecado. Como ya conocemos, todo comenzó en Edén, con Adán y Eva desobedeciendo a Dios. Y desde entonces, el diablo ha acumulado en nosotros enfermedad. Desde entonces, cada pequeño niño que nace, nace con un principio muy pequeño (Job 8:7). Pero la lepra era una enfermedad que despertaba un temor especial. Estaba tan asociada al pecado que quien la padecía tenía que separarse completamente de todo lo santo y era considerado impuro.
La gente creía que esta enfermedad procedía de la mano de Dios y, por lo tanto, solo él podía quitarla. La capacidad de curar la lepra era una de las señales del Mesías: “Los ciegos ven, los lisiados andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:5). Inclusive el rey de Israel preguntó: “¿Soy yo Dios, que da vida y la quita, para que este me envíe a un hombre a que lo sane de su lepra?” (2 Reyes 5:7). Se consideraba pues que la lepra era incurable a menos que Dios interviniera. Por esa razón, un leproso nunca acudía a un médico para que lo sanara. ¿Qué podría hacer el médico si la curación era obra de Dios? En su lugar, el sacerdote, el ministro del Señor, tenía la responsabilidad de examinar al presunto leproso y declararlo puro o impuro. Si el sacerdote veía evidencias claras de la enfermedad, la persona era declarada impura. Si no percibía ninguna evidencia, la persona podía volver a su casa con su familia.
¿Te imaginas cómo habrá sido levantarte una mañana y descubrir que padecías la lepra? El leproso tenía que abandonar de inmediato la casa y la familia, tenía que vivir fuera de la ciudad, con los enfermos incurables y, cada vez que pasaba cerca de una persona sana, tenía que gritar: “¡Impuro!”.
Tal fue el caso de la historia del leproso que encontramos en Mateo 8:1-4. Permíteme relatártela.
Jesús se percató de que a su alrededor se estaba congregando una gran cantidad de personas, así que subió a una ladera de una colina para que el gentío pudiera verlo y oírlo sin dificultad y empezó a pronunciar un sermón muy largo. Sitúa tu imaginación en esta imagen. Imagina que eres uno de los oyentes de Jesús y repentinamente te percatas que una persona leprosa está mirando a lo lejos al Maestro, con intenciones de acercarse a él. Es probable que el leproso se situara al margen de la multitud y que el sermón que escuchaba lo empujara a acercarse a Jesús para pedirle que lo sanara. Había oído decir que aquel Maestro que hablaba con tanta autoridad también era capaz de sanar. Así, a pesar de las críticas de los demás, se acercó lo suficiente a Jesús para pedirle a gritos: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mateo 8:2). Jesús se preocupa por nuestras dolencias. Se compadece de nuestras debilidades. Así como este leproso, nosotros también podemos acercarnos a Jesús, el cual tiene poder sobre todas las enfermedades. Su poder para curar enfermedades es el mismo ahora que cuando anduvo en la tierra; pero siempre tenemos que someternos a su voluntad: “Señor, si quieres, puedes”.
“Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14-15). Pedir conforme a su voluntad. No siempre podemos tener la certeza de que lo que pedimos armoniza con la voluntad divina, pero sí podemos estar seguros de que Dios tiene poder para concederlo; porque su poder es ilimitado si lo que pedimos es para su gloria y nos hace bien. Además, podemos confiar en su sabiduría y su misericordia. Por eso podemos decir: “Hágase tu voluntad”. Esto nos asegura que, sea cual sea el resultado, estaremos en paz. Jesús no curaba siempre de inmediato. Pero en el caso del leproso, tan pronto se hizo la petición la concedió. Cuando, en oración, pedimos bendiciones terrenales, es probable que la respuesta a nuestra oración se demore o que Dios nos responda de un modo distinto al esperado; pero no sucede así cuando pedimos que nos libre del pecado. Limpiarnos del pecado, convertirnos en sus hijos y prepararnos para vivir una vida de santidad ha sido siempre su voluntad. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Esa oración recibirá una respuesta inmediata.
Todos sufrimos la lepra del pecado. Somos impuros y tenemos que permanecer apartados de las cosas santas. La ley de Dios, como el sacerdote, nos puede mostrar que somos impuros, pero no nos puede curar. Jesús puede hacer lo que para la ley es imposible. “Porque lo que era imposible para la Ley, por cuanto era débil por la carne; Dios, al enviar a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado, y como sacrificio por el pecado, condenó al pecado en la carne;” (Romanos 8:3). Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, quita el pecado, nos limpia y nos declara sanos. “Él es quien perdona todas tus maldades, el que sana todas tus dolencias” (Salmo 103:3). Ya no somos impuros. Así como declara Ezequías en su canto de alegría: “Señor, por eso los hombres viven. Y por eso mi espíritu también encuentra vida. Tú me restableciste, y me permites vivir” (Isaías 38:16). Que día a día en nuestro corazón reine una infinita gratitud a Dios por Jesús, el Gran Médico. Recordemos cada día esa maravillosa promesa que Jesús ha hecho de volver para restablecer a nuestra raza caída: “El Señor me salvará. Por tanto, cantaremos nuestros salmos en la casa del Señor todos los días de nuestra vida” (Isaías 38:20). Y aunque nuestro inicio haya sido pequeño, nuestro postrer estado será muy grande. Debemos confiar y esperar: “Jesús nos limpiará”.