“…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.” Hechos 1:8
El ofrecimiento de poder que hace Cristo se puede considerar como una tentación para cualquier hombre de la tierra, ya que no hay nada que logre despertar tanto al hombre como la ambición de poder.
La ambición de poder es tan dulce para el hombre como lo es el pan; el hombre ha usado todos los elementos y fuerzas de la naturaleza para conseguir poder; ha dinamitado las rocas de las montañas para hacer túneles, ha construido puentes para avanzar con sus locomotoras; ha rodeado la tierra con una madeja de cables y alambres para poder enviar sus órdenes y mensajes de polo a polo instantáneamente; desde el estudiante hasta el monarca de mil islas, todos están en una constante búsqueda de poder, para satisfacer sus ansias de grandeza.
La iglesia de nuestros días tiene muchas cosas; pero debemos preguntarnos si le hace falta el poder del Espíritu Santo. Pedro le dijo al paralítico sentado a la entrada de La Hermosa, una puerta del templo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.” Nuestra Iglesia dice hoy al minusválido:
“No tenemos poder para sanarte, pero lo que tenemos te damos, son unos cuantos dólares para una silla de ruedas.” ¡Qué miseria! Con mucho poder disponible, pero sin poder para usarlo.
“…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.”
No es el poder físico: No era como el poder físico que tenía Sansón cuando arrancó y cargó las puertas cuesta arriba de la ciudad de Gaza. Este poder no tiene que ver con huesos y músculos. Muchas veces los hombres han olvidado esto y han llegado a creer que pueden esparcir el evangelio a través de la fuerza. Muchas veces también han llegado a creer que pueden detener el avance del evangelio también mediante la fuerza.
Las grandes tempestades solo logran conseguir que el roble profundice más sus raíces en la tierra, las fuertes lluvias que golpean las ramas de los árboles solo logran arrancar su preciosa semilla para esparcirla por toda la tierra; de esa misma manera la persecución y la fuerza solo logran conseguir que el evangelio sea esparcido por todo el mundo.
La fuerza nunca ha logrado dominar la conciencia de las personas.
La persecución siempre termina propagando las ideas que se quiere suprimir; los decretos de los parlamentos nunca han hecho al hombre más espiritual, ni los decretos de una nación han podido llenar las iglesias de feligreses.
Ni las multas, ni los exilios, las amenazas, ni la muerte, jamás han podido mejorar la religión; tampoco han podido destruirla, ni podrán hacerlo nunca.
No es el poder de la lógica: Los discípulos tienen que participar activamente en la santa obra de convertir almas para el reino de los cielos, pero con argumentos solamente es imposible lograrlo. Acorralemos a un pecador sólo con nuestros argumentos, y de seguro no podrá moverse; pero si se va a hundir, se va a hundir en su propia cólera e impotencia. El evangelio nunca se predica con argumentos solamente.
No es el poder de la elocuencia: Las palabras tienen un gran poder, las palabras se sienten, las palabras queman, nos afectan como si estuvieran cargadas de electricidad o de fuego, pero hay algo que las palabras no pueden hacer: no pueden regenerar el alma.
Ante poderosos sermones se puede contemplar a las personas conmovidas, pero cuando las palabras terminan de fluir de los labios del predicador, también se puede observar a las personas volviendo a su estado anterior.
Muchas veces llamamos a esto reavivamiento; pero en muchas ocasiones estos “reavivamientos” solo se les puede comparar con el choque eléctrico que se le aplica a un muerto, que no produce ningún resultado positivo duradero.
La elocuencia puede ayudar a que un sermón sea agradable a nuestros sentidos, pero si el Espíritu de Dios no sanciona esas palabras, el sermón se olvidará media hora más tarde. Los grandes sermones de los apóstoles fueron enunciados con palabras sencillas, pero vigorizadas por el poderoso Espíritu Santo. La elocuencia por sí sola, no es suficiente.
Es poder espiritual: El poder del Espíritu Santo, es un poder que se usa, pero no se acaba. Un billete o papel moneda, puede estar viejo, doblado, arrugado, manchado, cortado, sucio y descolorado, pero no pierde su valor; así, en esa deplorable situación, se puede llevar al banco y se nos entregará uno nuevo billete a cambio.
Lo mismo sucede con la promesa divina: el evangelio puede pasar de boca en boca, de generación a generación, puede ser usado miles de veces, puede cumplirse en nuestras vidas, y en la vida de miles y millones, pero nunca se acaba, no pasa de moda, no pierde su fuerza inherente, ya que el mismo Dios omnipotente se lo dio.
El sol puede dejar de alumbrar y los océanos se pueden secar, pero las riquezas de Cristo siempre han sido, son y serán abundantes por la eternidad. Así como los apóstoles necesitaron el poder del cielo manifestado a través del poder Espíritu Santo, nosotros también necesitamos al Espíritu Santo para ser testigos verdaderos de un evangelio y de un Dios santo y poderoso, que perdona, que redime y que salva.
“…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.”
Los apóstoles necesitaban ser bautizados por el Espíritu Santo; todos los humanos necesitamos ser bautizados por el Espíritu Santo, todos los humanos necesitamos beber del mismo Espíritu.
13°-Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu. (1 Corintios 12)
Encontramos tres uniones misteriosas en nuestra religión; la primera es la unión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en una sola persona.
La segunda unión es la naturaleza divina de Cristo con la naturaleza humana de Cristo, una unión que jamás podremos comprender a cabalidad.
Y la tercera unión es la iglesia y Cristo; en esta unión un hombre entero es unido a un Cristo entero.
La iglesia es el cuerpo y Jesucristo es la cabeza; la iglesia es la novia y Jesucristo es el esposo. Esta unión ocurre a través de un solo Espíritu Santo y en esta ocasión, a través de un solo bautismo.
La iglesia entera es bautizada por un solo Espíritu, la iglesia entera recibe los frutos de un solo Espíritu, y la iglesia entera recibe los dones espirituales de un solo Espíritu. Todo miembro de la iglesia, sin importar su rango, su cargo ni su posición, ha recibido de un mismo Espíritu Santo todos los dones y el fruto de Él.
El Espíritu Santo no hace diferencia de personas; él se posesiona de una persona sin importar la nacionalidad, el género, o estado social.
Afuera de la iglesia, toda persona tiene títulos laborales, pero una vez entra al templo para adorar, ya no se puede estar llamando a un hermano por su título académico; simplemente se tiene que llamar al hermano por su título religioso, ya sea este el de “hermano” o el de “hermano pastor”.
Uno de los problemas que afectan a nuestra iglesia, es llamar desde el púlpito a una persona por su título académico. Adentro de la iglesia no hay griego ni judío, ni libre ni esclavo, todos somos bautizados por un solo Espíritu, y a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu, dentro de la iglesia no hay distinción de personas, todos somos hermanos. Esta es una de las lecciones más felices que el cristianismo nos puede enseñar.
El cristianismo tiene como función asegurar, el tratamiento correcto para aquellos que tienen las posiciones o trabajos más humildes de la vida. Al mismo tiempo enseña el respeto del pobre para con el rico, y también el mismo respeto del rico hacia el pobre. Tanto el rico y el estudiado, como el pobre y el iletrado, reciben un mismo título, y ese nombre es el nombre de cristiano, un mismo cielo está destinado para los dos grupos. El Cielo exige que comencemos a practicar desde ahora, la norma de igualdad que rige el cielo y el universo entero.
“…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.”
El Espíritu Santo ilumina la verdad en nuestras mentes y santifica nuestras vidas, por eso es casi imposible desarrollar una obra misionera fructífera sin la presencia del Espíritu Santo.
Hay una conexión inseparable entre la santificación y la verdad. En el Antiguo Testamento, si bien no siempre, en la mayoría de las veces, la santificación es usualmente un asunto que afecta el aspecto externo.
En el Nuevo Testamento, esta idea cambia y la mayoría de las veces la santificación es un asunto interno. El supremo sacrificio de Cristo en la cruz arregla la idea del Antiguo Testamento, con respecto a la santidad. Es decir, en el Antiguo Testamento la santidad se conseguía a través del sacrificio de un animal, pero en el Nuevo Testamento, la santidad se consigue contemplando a Cristo, colgado de una cruz e imitando su estilo de vida.
La verdad es algo muy diferente a una opinión; la verdad no tolera la contradicción; la verdad también es diferente al conocimiento. Muchas veces las personas pueden tener grandes caudales de conocimiento, pero ese conocimiento no puede estar basado en la verdad, muchas veces el conocimiento está basado en el error.
La santificación es parte de la salvación, no precisamente porque nos libera del pecado y de su castigo, sino porque nos libera del dominio y del poder del pecado. La santificación es una forma de vivir de la naturaleza divina en los seres humanos.
La santificación es parte del carácter de Dios, no hay cosa más poderosa para describir a Dios, que la santidad. Dios nos manda a ser santos, tal como lo es él.
La santificación es necesaria para nuestra paz mental. Sin pureza no podemos obtener la paz.
La santificación nos califica para ser miembros del reino de los cielos; “sin santidad nadie verá a Dios”
La santificación es universal, se les extiende la invitación a todos los hombres a ser santos.
La santificación es progresiva, comienza con pequeños cambios hasta que se logra conseguir una vida de santidad plena.
La santificación es un trabajo de Dios, por nosotros mismos no podemos sacar pureza de la impureza. Dios es el único que puede hacernos santos a través de su Santo Espíritu; nuestra parte consiste en dar ese paso hacia Dios en busca de la santidad.
El Espíritu Santo nos hace santos, solamente con una vida santificada se puede predicar con efectividad.
Sin el Espíritu Santo en nuestras vidas no hay poder, sin poder no hay santidad, sin santidad no hay testificación verdadera, por eso la importancia de clamar y pedir el Espíritu Santo en nuestras vidas.
“…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.”
Dios te Bendiga.