Basta con confiar.
“Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová, el Señor, está la fortaleza de los siglos” Isaías 26:4.
Empecemos directamente esta reflexión llevando nuestra mente y nuestra imaginación a la siguiente escena:
Los discípulos salían de Capernaum junto con Jesús en una barca de pesca. El viaje comenzó tranquilo, los discípulos no tenían nada de qué preocuparse. Imagino que en ese momento ni siquiera recordaban que el mismo Jesús viajaba con ellos. Tal vez lo veían como un pasajero más, un simple ser humano como todos los que abordaban la barca.
“De repente se levantó una tempestad tan grande en el mar, que las olas cubrían la barca. Pero él (Jesús) dormía” (Mateo 8:24). Mientras los vientos azotaban la frágil embarcación de pesca y la lluvia caía sobre ella hasta el punto de hacerla zozobrar, y solo hasta ese extremo, los discípulos recordaron que Jesús estaba en un rincón. Acudieron a buscarle y lo encontraron durmiendo en un rincón. Debieron estar sumamente sorprendidos al verlo tan apacible, reposando y lo despertaron. Solo hasta ese momento reconocieron quién era quien iba viajando con ellos, y entonces con grandes gritos de agonía clamaron a él diciendo: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”. Sus gritos desesperados despertaron a Jesús.
Entonces, en Mateo 8:26 la Biblia registra sus palabras: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?” En ese momento Jesús no los reprendo por haberlo molestado y despertado con sus súplicas, sino porque hicieron caso a sus propios temores y se angustiaron. Primero Cristo los reprendió y luego los liberó. Aquí tenemos un claro ejemplo de su método: primero nos prepara para poder recibir una bendición y luego la da en abundancia.
Debemos prestar atención a dos cosas importantes en este suceso:
- Su decepción a causa de los temores de sus discípulos: “¿Por qué ustedes, que son mis discípulos tienen temor? Entiendo que los pecadores sientan miedo, que los navegantes paganos tiemblen en medio de una tormenta; ¿pero ustedes?”
- Les descubre la fuente de sus temores: “Hombres de poca fe”.
¿Por qué es tan importante la fe en nuestras vidas? Los seguidores de Cristo tendemos muchas veces a ser víctimas del temor por los constantes ataques de Satanás, cuando los tiempos son tempestuosos y a quejarnos cuando las cosas andan de mal en peor. La única razón por la que sentimos un gran temor injustificado se encuentra en el simple hecho de que nuestra fe es débil. ¿De qué nos sirve entonces leer: “con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad” (Salmo 91:4) si no creemos lo que leemos? Si tuviéramos en nosotros una fe genuina tendríamos la capacidad de cruzar cualquier tempestad y llegar a la tranquila orilla a la vez que nos alentamos con la esperanza de que llegaremos sanos y salvos, no importando la intensidad de la tormenta.
Sin embargo, la fe en que seremos librados no es fe en Dios. La fe en Dios, tanto si somos librados de la prueba como si no, implica que nos aferremos a nuestra creencia de que Dios es amor y que estaremos en sus manos.
Jesús convaleció en el Getsemaní cuando oraba a su Padre. Podemos notarlo cuando exclama en su petición: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta cosa”. Pero, ante todo, mantuvo su confianza en Dios, sabiendo que todos los planes que estaban trazados eran planes de amor, y solo depositando toda su confianza en Dios podría vencer. Lo notamos ahí mismo, completando su frase: “pero no sea como yo quiero, sino como tú quieras” (Mateo 26:39).
“La seguridad presente y eterna de los hombres es Jesucristo, el Justo. Ninguna mano humana podrá arrancar un alma creyente de sus manos” (Youth’s Instructor, 17 de febrero de 1898). Hay cosas que solo se aprenden en medio de una terrible tormenta.
Volviendo a la historia de los discípulos, en medio de aquel mar agitado por la tempestad, Jesús dormía en la barca de pesca, pero la insistencia de sus discípulos lo había despertado, pero a diferencia de ellos, él no manifestó ni prisa ni pánico. Sencillamente se levantó, y con un par de palabras reprendió al viento y al mar. “Entonces los hombres se maravillaron, y decían: ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mateo 8:27).
Sencillamente, era el Dios de la naturaleza, el Soberano del mundo, el Todopoderoso. Le resultó tan sencillo que solo le bastó con que de su boca saliera una sola palabra.
En el antiguo testamento se manifestó el poder de Dios en la naturaleza de manera semejante a esta: Moisés había separado las aguas del Mar Rojo con una vara; Josué detuvo el Jordán con el Arca de la Alianza; Eliseo, con su manto. Vemos que en cada uno de estos casos se utilizó algún objeto para obrar el milagro; a Cristo, en cambio, le bastó una palabra para dominar las aguas. Él tiene el dominio absoluto sobre toda la creación.
Inmediatamente sobrevino una gran calma. Por lo general, cuando pasa una tormenta el agua está tan agitada que tarda un tiempo en calmarse. No obstante, cuando Cristo pronunció la palabra, además de cesar la tempestad, todos sus efectos desaparecieron y el mar recobró la tranquilidad y la calma. Los discípulos quedaron atónitos. Conocían muy bien el mar, pues eran pescadores, y jamás habían visto que una tempestad se aminorara tan rápidamente. Obviamente, estaban conscientes de que era un milagro de Jesús. Era obra del Señor y, por lo tanto, para ellos era un prodigio.
Los discípulos quedaron impresionados. Se preguntaban quién era Jesús. Cristo era extraordinario. Todo en él era admirable. Nadie era tan sabio, tan poderoso ni tan agradable como él. ¿Y por qué? Hasta el mar y los vientos le obedecen. Otros pretenden curar enfermedades, pero él es el único que puede dominar los vientos. Ignoramos los caminos del viento, ni siquiera podemos controlarlo. Pero Aquel que saca el viento de su depósito (Salmo 135:7), una vez fuera, lo encierra en sus puños (Proverbios 30:4). Si puede hacer esto, ¿qué no hará?
Jesús puede hacer por nosotros lo mismo que hizo como Dios de la naturaleza. El mismo poder que calmó el mar puede apaciguar nuestros temores. Basta una sola palabra de ese mismo Jesús para que la calma siga a las grandes tormentas del alma dudosa y apesadumbrada. Lo único necesario es que acodamos a él con fe.
En la Palabra de Dios hay muchas historias que muestran la gran fe en Dios que muchos personajes tuvieron y demostraron, sin embargo, en el Nuevo Testamento me llaman la atención dos de estas experiencias.
La primera la encontramos en Juan 4:43-54. La historia del hijo del oficial que se hallaba aquejado de una enfermedad que parecía incurable, y que estaba a punto de terminar con su vida. Los médicos lo habían desahuciado; pero cuando el padre oyó hablar de Jesús resolvió pedirle ayuda.
El oficial pasó por tres “tormentas” que pudieron haberle ahogado y hubiera perdido la fe. La primera fue que, al llegar a Caná, encontró que una muchedumbre rodeaba a Jesús. En ese momento pudo haberse rendido pensando que no podría atravesar esa gran multitud, sin embargo, con un corazón ansioso, se abrió paso hasta la presencia del Salvador. La segunda fue cuando vio el aspecto de Jesús; tan solo un hombre vestido sencillamente, cubierto de polvo y cansado del viaje que había realizado anteriormente. En ese momento su fe vaciló. Sin embargo, logró hablar con Jesús y presentarle su petición, y le rogó que lo acompañara a su casa para que sanara a su hijo. Aquí fue donde se topó con la tercera. Jesús sabía que el padre, en su pensamiento íntimo, se había impuesto ciertas condiciones para creer en él. A menos que le concediera lo que le pedía, no le iba a recibir como el Mesías. El oficial esperaba con incertidumbre la respuesta de Jesús, quien dijo entonces: “Si no veis señales y prodigios no creeréis” (Juan 4:48). A pesar de que esta respuesta fue un gran golpe para él, aún tenía un cierto grado de fe. A través de estas palabras el oficial se dio cuenta de que sus motivos eran egoístas, y no debía imponer condiciones para poder creer, comprendió entonces ante quién se estaba presentando y se aferró aún más a su solicitud: “Señor, desciende antes que mi hijo muera” (Juan 4:49). Su fe se aferró a Cristo como Jacob trabó del ángel cuando luchaba con él y exclamó: “No te dejaré, si no me bendices” (Génesis 32:26). Entonces Jesús le dijo: “Ve, tu hijo vive” (Juan 4:51). Solo estas palabras bastaron para que el corazón del oficial se llenara de paz y gozo. Un sentimiento que jamás había experimentado ni conocido antes, y al llegar a su hogar, por su fe, encontró a su hijo más sano que nunca.
La segunda historia la encontramos en Juan 5. En la fuente de Betesda se encontraba un hombre que había estado imposibilitado durante treinta y ocho años. Se sentía privado de la misericordia de Dios. Nunca había podido llegar a la fuente a tiempo cuando las aguas se agitaban para poder ser sanado, ya que esa era la creencia de aquel lugar. En este caso Jesús fue quien se acercó a él, y le atrajeron sus palabras de compasión: “¿Quieres ser sano?” (Juan 5:6). Cuando escuchó esto, por un momento un sentido de esperanza nació en su corazón, pero pronto se desvaneció al recordar cuántas veces había fallado al intentar entrar en las aguas de aquella fuente. Entonces le dijo a Jesús: “Señor, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; mientras yo voy, otro desciende antes que yo” (Juan 5:7).
Jesús no le pidió en ese momento que ejerciera fe en él; simplemente exclama: “Levántate, toma tu lecho, y anda” (Juan 5:8). Sin embargo, a pesar de que Jesús no le pide de su confianza, la fe de este hombre se aferra a esa palabra. Entonces en cada nervio y músculo pulsa una nueva vida, y se transmite a sus miembros inválidos una actividad sana. Sin la menor duda en su corazón, dedica su voluntad a obedecer a la orden de Cristo, y todos sus músculos le responden. De un salto se pone de pie, y encuentra que es un hombre sano, activo, renovado. ¡Es un milagro! Jesús no le había pedido seguridad alguna de ayuda divina. El hombre podría haberse detenido a dudar, y haber perdido la única oportunidad de sanarse. Pero creyó la palabra de Cristo, y al obrar de acuerdo con ella, recibió fuerza.
Cristo puede obrar milagros de esa y de mayor magnitud en nuestras vidas. Lo único que debemos hacer es poner toda nuestra confianza en él, y él será quien obre.
Que nuestra petición diaria sea ayuda divina, para que el Espíritu de Dios reine en nosotros y fortalezca nuestra fe en él, independientemente de la situación en la que estemos pasando.
No es tu religión, ni tu padre, ni tu madre, ni tu dinero. Es tu fe en Jesús lo que te salva. Basta con confiar.