Injusticia y falsedad

 

Injusticia y falsedad.

“Entonces Jesús le dijo: ‘Ni yo te condeno. Vete, y desde ahora no peques más’” Juan 8:11.

Los judíos llevaron a Jesús una mujer encontrada en adulterio y le pidieron que sentenciase el castigo que merecía.

“Le dijeron: ‘Maestro, esta mujer ha sido tomada en el mismo acto del adulterio’” (Juan 8:4). Sus acusadores eran los escribas y los fariseos.

Pero no se limitaron a mencionar el delito; se apresuraron a indicar también la sentencia legal: “En la Ley, Moisés nos mandó apedrear a estas mujeres. ¿Qué dices tú?” (versículo 5).

A primera vista nos impresionan favorablemente por su celo en defender la moral y las buenas costumbres. Pero no pasaban de acusadores viles, al servicio de la hipocresía. Si no, veamos:

Eran injustos, pues prendieron a la mujer y dejaron sin culpa a su cómplice, responsable de la misma transgresión. Estaban influidos por un falso moralismo, que tolera la inmoralidad en el hombre y la condena en la mujer.

Eran falsos, pues la acusaron como pretexto para incriminar a Jesús. Si autorizaba el apedreamiento, lo acusarían ante los romanos por juzgar sin ser juez; y si la eximía de culpa, lo acusarían ante los judíos como transgresor de la ley de Moisés.

¡Cuánta perversidad bajo sobre el manto de un falso moralismo!

“Y como insistían en preguntarle, se enderezó, y les dijo: ‘El que de vosotros esté sin pecado, tírele la primera piedra’” (versículo 7), respondió Jesús solemnemente. La desventurada pecadora, cubierta de vergüenza, en su angustia cerró los ojos, aguardando una lluvia de piedras.

Conforme la ley, los testigos debían ser los primeros en tirar las piedras: “La primera mano para darle muerte será la de los testigos, después la mano de todo el pueblo. Así quitarás el mal de tu medio” (Deuteronomio 17:7). Pero, en vez de ejecutar a la mujer, ellos mismos se encontraron juzgados por aquel que conoce nuestros más recónditos pensamientos e intenciones.

Sintiéndose ridiculizados, “al oír esta palabra, acusados por su conciencia, salieron uno a uno, empezando desde los más ancianos. Y quedó solo Jesús, y la mujer ante él” (Juan 8:9). La mujer pecadora quedó sola en presencia de Jesús. Y de sus labios oyó las palabras llenas de ternura: “Vete, y desde ahora no peques más” (versículo 11).

Los escribas y fariseos, sin querer, dispensaron a la mujer pecadora la mayor de todas las bendiciones. La llevaron a la presencia del Único que salva al pecador de la culpa y del poder del pecado.

“Porque el Hijo del Hombre no vino a perder la vida de los hombres, sino a salvarla” (Lucas 9:56).

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