La bendición del perdón

 

La bendición del perdón.

“Él perdona todos tus pecados, sana todas tus dolencias” Salmo 103:3.

En la época de la princesa Alice, hija de la reina Victoria (1819-1901) de Inglaterra, la difteria llegó a ser un flagelo. Su esposo e hijas contrajeron la enfermedad, y la menor finalmente falleció.

Un día también enfermó del terrible mal el único hijo de la princesa.

Su madre, aunque estaba exhausta, después de haber cuidado durante días y noches a los otros miembros de la familia, insistió en permanecer al lado del hijo.

-Bésame, mamá –pidió el hijo, ardiendo en fiebre.

En aquella noche de vigilia, la amorosa madre no se contuvo ante el pedido de un hijo angustiado. Y ese beso le costó la vida.

Dios también se inclinó para besar a la humanidad atacada por la enfermedad del pecado. Aquel beso le costaría la vida de su Hijo unigénito. Él lo sabía bien. Y cuando Jesús murió en la cruz, como preciosa dádiva, nos dio la gracia del perdón. Desde el punto de vista humano es incomprensible que él nos perdone todos los pecados y que, luego, no se acuerde más de ellos.

El rey David, en el Salmo 103, que es uno de sus más dulces cánticos de paz, después de la sentencia inicial: “Bendice, alma mía, a Jehová”, enumera las generosas bendiciones que Dios le había concedido. Y la primera dádiva divina que destaca es el perdón: “Él es quien perdona todas tus iniquidades, sana todas tus dolencias”. Juntamente con el cantor de Israel, hagamos una pausa para recordar nuestra deuda personal de gratitud a Dios, porque no sólo nos redimió sino que también nos perdonó y nos purificó de las manchas del pecado.

Si tomamos una rosa y la tiramos al suelo y la pisoteamos, al recoger sus restos sentiremos todavía su fragancia. El perdón de Dios es como la fragancia de las flores después de trituradas.

Uno de los 256 títulos bíblicos atribuidos a Cristo es “Rosa de Sarón”. Cristo fue triturado. Su carne fue pisada, y fueron traspasados sus pies y sus manos. Y sin embargo, el perdón fue la fragancia de esa flor divina, cuando en la hora suprema del gran sacrificio dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Meditemos en la grandeza y en los encantos de ese amor inmensurable. ¡Qué maravilloso es ese donde Dios! ¡Y cuán estupendamente espontáneos deben ser nuestra alabanza y nuestras acciones de gracias! Cuando comprendemos la misericordia de Jehová y su prontitud en perdonar, lo único que podemos hacer es abrir el corazón en antífonas de loor y exaltación.

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