Una almohada de piedra.
“Llegó a cierto lugar y durmió allí, porque el sol ya se había puesto. Tomó una piedra y la puso de cabecera, y se acostó” Géneros 28:11.
Jacob vivía una hora sombría de su vida; hora triste y llena de incertidumbres. Había usurpado de manera fraudulenta el derecho a la primogenitura que pertenecía a Esaú, su hermano mayor.
Sintiendo que su vida estaba en peligro, huyó en dirección a lo desconocido. ¡Pobre Jacob! Viajaba solo, sintiendo en su corazón el inquietante recelo de que había sido abandonado por Dios.
Después de un día de camino, la noche lo encontró solo, lejos de las tiendas acogedoras de su padre. Y se preparó para descansar. Pero, ¿dónde? En la tierra desnuda. No poseía una tienda, ni una almohada. Miró a su alrededor, escogió una piedra y reclinó sobre ella su cabeza cansada.
¡Una almohada de piedra! Pero precisamente cuando reclinaba su cabeza sobre esa dura almohada, recibió una esplendente visión.
“Y soñó. Vio una escalera apoyada en tierra, y su cabeza tocaba el cielo. Y ángeles de Dios subían y descendían por ella. Y vio al Señor en lo alto de ella, que le dijo: ‘Yo soy el Señor, el Dios de Abrahán tu padre, y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tus descendientes” (Génesis 28:12, 13). Una almohada de piedra y una fulgurante visión. Hay entre ambos una íntima y significativa correlación.
Cuántos cristianos hay que, en un momento de su vida, o tal vez durante toda su existencia, apoyaron la frente sufridora en una almohada de piedra. Puede ser la almohada de las aflicciones económicas, o de los sufrimientos físicos, o de las ansiedades que quebrantan el corazón y debilitan las energías del espíritu.
Pero, a menudo, cuando reclinaron la frente angustiada sobre duras almohadas, contemplaron fulgurantes y consoladoras visiones.
Con la cabeza reclinada sobre una almohada de piedra el patriarca Job vio un cuadro de esplendorosa gloria. Así lo describe él: “Yo sé que mi Redentor vive, y que al fin se levantará sobre la tierra. Y después, revestido de mi piel, estando en mi cuerpo, veré a Dios” (Job 19:25, 26).
El patriarca sufría las pruebas físicas más duras y los tormentos morales más atroces. Pero, ¿de dónde habrá recibido tan grande energía física y moral, si el cuerpo se contorsionaba y los miembros se cubrían de llagas podridas? Del mismo dolor Job obtuvo energías para continuar sirviendo al Señor: ¡Yo mismo lo veré! ¡Mis propios ojos, y no otro! ¡Cómo lo anhela mi corazón dentro de mí! (Job 19:27).
¡Una almohada de piedra y una fulgurante visión!